domingo, 26 de junio de 2011

El último adiós


La triste despedida

Marcelino Aguilar despide a los muertos. Los observa, los toca, reza una última oración por ellos para finalmente conducirlos a su última morada. Premunido de una Biblia bajo el brazo y una cruz sobre le pecho, cumple su labor diaria en el cementerio de Vitarte, realizar una breve ceremonia de cantos y oraciones por el difunto, antes de  que  sea puesto en su nicho.

Tiene 68 años que no aparenta, parece todavía un cincuentón, usa una camisa negra para solidarizarse con el luto de los familiares  y una boina ploma que esconde una leve calvicie. Me cuenta que vino de su natal jauja hace 20 años y desde ahí vive y trabaja en el cementerio.  

Un padre llora desconsoladamente ante el ataúd blanco de su hijo, mientras que su madre no resiste más y se desmaya victima del dolor. La oración se interrumpe, la escena es muy fuerte y desgarradora, es un niño el que se va. “A veces la vida es tan miserable, se lleva a seres que recién están empezado a vivir”, me comenta nostálgicamente, después de acabar el entierro.

El cementerio de Vitarte tiene mas de 30 años de fundado. Alberga  a unos 2 mil muertos debidamente enterrados,  entre nichos de concreto y fosas precarias construidas al pie del cerro. Y es que aquí el que tiene plata puede tener un decorado ambiente, hasta un modesto mausoleo, pero el que no  tiene, tendrá que conformarse con pedazo de tierra por escarbar.

Marcelino, propicia alrededor de dos a tres ceremonias de entierro por día, y cobra por cada una de ellas 40 soles. Recalca constantemente que su  labor real es  de informar el verdadero deceso del difunto. “En mi pueblo, y en gran parte de la Sierra, hay la creencia de que la persona recién se da cuenta de que ha muerto minutos antes de que sea enterrada”, manifiesta con un aire de misterio. “Al realizar la ultima oración la persona sabe que ha muerto, y se empieza a despedir de sus familiares, ahí presentes”, finaliza.

Quizás algunos crean que sea un gasto innecesario, pero la gran mayoría de personas que va enterrar a una persona, le paga a Marcelino para  despedir a su familiar con oraciones y que su alma se vaya en paz.

 “A veces  no puedo dormir varios días, algunos fallecidos me reprochan por haberles dicho que están muertos. Quizás puedas pensar que te estoy engañando, pero es verdad lo que te digo”, enfatiza, mientras deja caer su cabeza en  el viejo sillón de su precaria oficina. Y es que parece cansado de este oficio, de ver el dolor de las personas, de despedir a jóvenes con sueños truncados, a niños sin culpa de nada, a personas que fueron victimas del destino.   

El dolor de algunos puede ser un gran negocio para otros, pues compruebo que el director del cementerio se va en un nada despreciable  Toyota Yaris. A Marcelino tampoco parece irle mal, me cuenta que tiene una casa de dos pisos en Huaycan, en la que vive él y sus hijos y además piensa comprar una chacra en su querido Jauja.
Camina a paso lento por los pasillos del cementerio, hay algunas botellas y vasos regados por el piso, pues hace dos días  se celebro el Día del Padre, Marcelino llama a una persona de limpieza para que barra ello y se dirige hacia un pabellón recién construido, pero cuyos nichos ya están vendidos. “La gente sabe que va a morir, por eso se asegura”, me dice con sarcasmo.

Señala con las manos dos  nichos cuidadosamente decorados. Una pareja de ancianos que murieron el mismo día a causa de un accidente y que fueron enterrados uno cerca del otro, y cuya inscripción dice: “Ustedes unieron sus vidas. Nosotros unimos sus restos. Dios unirá sus almas”. Marcelino me cuenta que  realizo la ceremonia de entierro  y que vio a la pareja de ancianos irse felices rumbo a la muerte, como pocas veces sucede.
                                                          
Por Joel Peralta Gallardo.

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